Huyendo de Honduras y la necropolítica

En las últimas semanas miles de hondureñas y hondureños se han organizado en caravanas colectivas de migrantes y se han echado a andar, a menudo en familia, y con las mínimas  pertenencias que pueden acarrear. El objetivo es atravesar Guatemala y México para llegar a los EE.UU. Huyen de la pobreza y la violencia. Es a la vez un gesto de pura sobrevivencia y de denuncia, un grito desgarrado, si hay alguien que quiera oírlo, sobre la insoportable situación que vive la gente de las clases populares en Honduras, y por haber perdido cualquier atisbo de esperanza de encontrarle remedio.

Hay una gran y lógica intuición en no querer seguir caminando individualmente como carne de cañón de toda suerte de mafias y fronteras policiales el itinerario de la migración, sino hacerlo con la protección que da el colectivo. De esta forma su caminar se convierte también en una denuncia de las políticas migratorias por donde pasan y, sobre todo, de los EE.UU. Las imágenes que nos llegan nos recuerdan inevitablemente el éxodo de la crisis de Siria.

Pero, ¿hay guerra en Honduras?…, ¿de qué huye entonces esta gente? Si se pudiera resumir en pocas palabras: huyen del desarrollo y su necropolítica.

Durante décadas se ha mantenido un malentendido con esto del desarrollo. Parecía que se trataba de que los países “subdesarrollados” accedieran a las mismas cuotas y modelos, económicos, sociales y políticos de los países “avanzados”. Pero la historia nos ha demostrado tercamente que el desarrollo capitalista “realmente existente” no funciona así, sino que evoluciona de forma desigual y en trayectorias diversas, según la función que cada país tiene adjudicada dentro de la división internacional del trabajo.

La función primordial de América Latina en el orden global del siglo XXI -con gobiernos neoliberales o progresistas- es la de suministrar materias primas para su transformación en otros países como valores de consumo. Sí…, es un diseño nada original, ya son más de 500 años de venas abiertas.

Es dentro de este diseño que podemos decir que hoy Honduras es, desgraciadamente, uno de los países más desarrollados. Especialmente después del golpe de estado de 2009 el país ha experimentado un gran empuje del desarrollo:

– Con la nueva ley de minería de 2013 han sido aprobados 384 proyectos mineros, otorgados 850 títulos y delimitadas 950 zonas de reserva minera. Todas estas solicitudes en proceso, afectan a cerca de 350.000 hectáreas. Todo ello pese a que, entre 2000 y 2015, la minería contribuyó en menos del 1% al PIB, y era el sector que creaba menos empleo en el país.

– Los cultivos extensivos de palma africana ocupan más de 300.000 hectáreas, y están en fase de expansión, principalmente para la producción de agro-combustibles. Estas plantaciones consumen la misma cantidad de agua que 18 millones de personas -en un país de 8 millones de habitantes-.

– En estos últimos años se han aprobado 48 proyectos de grandes represas y otras 123 de menor tamaño.

– Y todo ello sin contar los territorios acaparados para las infraestructuras turísticas.

El inconveniente para las empresas extractivas es que en todos estos territorios vive gente, a la que hay que despojar -eludiendo la obligación de consulta- de sus tierras, ríos, fuentes de agua, zonas de pesca…

¿Es posible gobernar a gusto de Alexis de Tocqueville en países con este extremo desarrollo? Las élites locales, y las bolsas de Wall Street, Shangai, Toronto o Frankfurt no lo ven viable. No hay espacio para pactos sociales. Pruebas de ello las hemos tenido con el golpe de estado de 2009, y más recientemente en noviembre de 2017, con el clamoroso pucherazo en las elecciones presidenciales, tras la suspensión del recuento durante más de tres días cuando ganaba el candidato de la oposición, ante las narices tapadas de la “comunidad internacional”, Comisión Europea en primer lugar.

Un país así requiere un gobierno de gestores sin escrúpulos del necropoder y los necronegocios. Otro tipo de gobernabilidad requeriría un diseño y una trayectoria diferentes para Honduras.

Y, efectivamente, el año pasado Global Witness publicaba el informe “Honduras, el país más peligroso del mundo para el activismo ambiental”, donde se dice que “las industrias extractivas con el apoyo de élites políticas y empresariales y funcionarios corruptos están detrás del acoso hasta el asesinato de activistas”.

Honduras tiene uno de los mayores índices de violencia en el mundo. En 2017 se han registrado 389 feminicidios. La tasa de pobreza alcanza al 64,5% y la desigualdad es la más alta de América Latina. Por todo ello entre 80.000 y 100.000 personas emigran cada año sólo a los Estados Unidos.

Sólo tomando conciencia de este contexto se puede valorar en toda su dimensión la tarea de resistencia de las comunidades y las organizaciones populares en Honduras… o en la vecina Guatemala. Desde las mujeres pobladoras que se levantan cada día intentando no pensar en la heroicidad que supone seguir viviendo, hasta las organizaciones y personas concretas (indígenas, garífunas, campesinas, estudiantes, feministas, colectivos LGTBI) que se atreven a levantar, contra todo pronóstico, su voz, su nombre y su cuerpo para defender los derechos de su gente y de la naturaleza.

En estos días en que el juicio por el asesinato de Berta Cáceres erra en el laberinto de la imaginaria justicia hondureña -generosamente subvencionada por la cooperación española, por cierto-, organizaciones de solidaridad y derechos humanos presionan a la comunidad internacional para denunciar todas las irregularidades en la instrucción del caso. En este episodio nos jugamos mucho más que conseguir justicia para Berta. Detrás hay decenas de activistas y miembros de comunidades que no son tan visibles en los medios de incomunicación, heroínas cotidianas de la primera línea de resistencia ante la necropolítica del desarrollo.

No es una cuestión de altruismo, se trata de saber hasta qué punto nuestro futuro está cada vez más ligado a sus resistencias. Del mismo modo que el suyo está cada vez más ligado a nuestra capacidad de hacer frente al ascenso del fascismo, las políticas del miedo y la seguridad, y al poder corporativo en nuestros países.

Àlex Guillamón, coordinador de Entrepueblos